En este segundo domingo de Cuaresma, la Iglesia nos introduce en el misterio de la Transfiguración. Para prepararnos a él, nos hace pasar primero por dos lecturas y un salmo.
Este acontecimiento de la Transfiguración es tan importante que tiene su propia fecha, el 6 de Agosto. Entonces, la primera pregunta que me surge es: ¿por qué, si ya hay una fiesta dedicada a este suceso, la Iglesia nos presenta la Transfiguración durante la Cuaresma?
Más preguntas me surgen al escuchar el Evangelio, entre ellas, las tres más generales son: ¿por qué Jesús se lleva únicamente a tres discípulos? ¿Por qué Pedro, Santiago y Juan, y no otros? ¿Por qué les ordena que no digan nada a nadie hasta después de la Resurrección?
Me gustaría compartir con vosotros algunas de las respuestas que me doy a mí mismo.
¿Por qué la Transfiguración en medio de la Cuaresma?
Mi opinión es que durante la Cuaresma corremos un gran peligro: que tratemos de convertirla en un simple tiempo de autosuperación personal. La tensión entre ‘obras’ y ‘gracia’ ha sido siempre un tema complicado en el mundo católico. Aún hoy, muchos predicadores encuentran serios problemas para lograr aunar ‘esfuerzo’ y ‘gracia’ en sus exposiciones. He escuchado grandes predicaciones, muy buenas, en las que, justo antes de terminar, el predicador, quizá sin darse cuenta, reducía su enseñanza a algo así como: ‘todo esto sólo será posible si tú pones de tu parte’. Es normal, es un tema muy difícil de abordar.
Apostar por el ‘Todo es Gracia’ genera mucho recelo en algunos, que justamente se preguntan: ‘entonces, ¿no tengo que hacer nada?’. Otros, más influenciados por la idea del esfuerzo, tienden a acusar a quienes hablan de la Gracia de estar rozando el Protestantismo.
En mi opinión, los últimos se olvidan de que una cosa son los ‘solos’ protestantes (solo Cristo, solo la Fe, solo la Escritura, sola la Gracia), y otra muy, pero que muy distinta, la afirmación católica de que ‘Todo es Gracia’. Sin embargo, he de reconocer también que muchos de los primeros tienden a creer que ‘Todo es Gracia’ significa en realidad ‘solo la Gracia’. Ni lo uno, ni lo otro.
La teología protestante afirma que, tras el pecado original, nuestra naturaleza humana quedó totalmente destruida y, por tanto, solo la Gracia tiene el papel de restaurarla. Por el contrario, entre los católicos, surgieron los pelagianos (cuyos argumentos aún subsisten en muchos católicos). Ellos afirmaban que es el hombre quien, con su propio esfuerzo (sin necesidad de la Gracia), debe salvarse a sí mismo por la simple imitación de Jesucristo. Por último, aparecieron los semipelagianos (de los que hay muchísimos más hoy en día) que afirman que la Gracia es un principio salvador que debe ser ayudado, reforzado con nuestro propio esfuerzo. La Iglesia ya condenó estas dos posturas hace siglos. El referente más significativo de estas ‘teologías’ fue San Agustín, al que se le concedió el apelativo de ‘Doctor de la Gracia’.
En definitiva, la Iglesia católica nos enseña que el pecado original hirió nuestra naturaleza, inclinándola al pecado, pero no la destruyó por completo (por eso, también los no católicos pueden salvarse, como afirma el Concilio Vaticano II, si son consecuentes con su recta conciencia). La Gracia no anula nuestra libertad, pero tampoco está sometida a ella. La Gracia no depende de tu libertad para poder actuar y, cuando actúa, no anula tu libertad, ¡la libera! ¡La potencia! Es decir, ¡le concede hacer lo que realmente desea!
En cambio, el Poder del Pecado (que nos dobla sobre nosotros mismos) ejerce un esfuerzo ‘sobrehumano’ para resistirse a la seducción de la Gracia. ¡No es la Gracia la que nos exige esforzarnos! ¡Es el pecado que habita en nosotros el que, con todas sus fuerzas, nos obliga a resistirnos a la Gracia! Para ello, nos autoconvence de que lo realmente costoso es hacer la Voluntad de la Gracia, mientras gasta nuestras fuerzas en oponernos a Ella. Pongo un ejemplo: imagina que estás enemistado con alguien. Entonces, Dios te visita con su Gracia y te regala gratuitamente la capacidad de perdonar… pero te autoconvences de que es muy costoso lo que la Gracia ‘te pide’, cuando lo que estás haciendo, en realidad, es agotarte a ti mismo autoconvenciéndote de que tienes razón y debes permanecer en tus trece para no perdonar. El pecado que habita en nosotros ejerce un tremendo esfuerzo para ayudarnos a resistirnos al poder que la Gracia nos está concediendo en ese mismo instante para perdonar, en el acto, a nuestro enemigo.
La Cuaresma es un ‘Tiempo de Gracia’. Seguro que lo hemos oído en labios de nuestros pastores en algún momento. Sin embargo, nos dedicamos durante toda la Cuaresma a tratar de superarnos a nosotros mismos para alcanzar un ideal de santidad que nos hemos construido en nuestra mente, sin detenernos a hablar con el Señor y preguntarle: ‘¿Qué deseas Tú hacer conmigo, Señor?’ y ‘¿Cómo lo vas a hacer?’ (son preguntas que se hizo la Virgen María al ser visitada por San Gabriel).
En vez de dejar que el Señor nos diga lo que quiere hacer, ya nos respondemos a nosotros mismos (como si fuéramos Dios) y nos ponemos a cavilar de qué manera podremos alcanzar aquello que nos exigimos (creyendo que es Dios quien nos lo está pidiendo). Claro, ¡luego nos sentimos frustrados!
¡Nos resistimos a salir de nosotros mismos!
Así empieza la primera lectura de hoy: con la Gracia visitando a Abram, un hombre que vive en medio de una sociedad pagana, probablemente según sus mismas costumbres. Un hombre fracasado en todo intento de alcanzar lo que desea. Su nombre nos da la clave: Abram (אַבְרָם), en hebreo, significa ‘padre de muchos’. O sea que Abram existe para ‘ser padre de muchos’, pero su realidad concreta es que nunca podrá lograrlo, su naturaleza se lo impide, está atada: es estéril (y, para colmo, su mujer también).
En esa situación de completa inutilidad (que es la misma que tú y yo debemos experimentar durante esta Cuaresma), la Gracia se le presenta y le otorga la fuerza que necesita: «Sal de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre» (sal de lo que haces siempre, de tus pensamientos y razonamientos sobre la santidad, de las costumbres y conductas que has aprendido de los que te rodean). Pero, no salgas sin más, sal «hacia la tierra que te mostraré».
¿No os parece increíble la sabiduría de Dios? ¡No le dice dónde está la tierra ni por dónde debe ir!
Tú y yo nos decimos constantemente el destino al que queremos llegar y nos ponemos a elaborar planes para llegar a Él. Dios, en cambio, no nos dice a dónde nos quiere llevar, porque sabe que, si lo hiciera, rápidamente dejaríamos de depender de Su Gracia y nos pondríamos a programar cómo podemos llegar al destino por nuestras propias fuerzas.
¡Piénsalo! Estamos en la segunda semana de Cuaresma y casi seguro que ya estás pensando en cómo debes llegar a la Pascua, los pecados que debes haber dejado atrás antes del Domingo de Ramos y, probablemete, ya te estés acusando de las veces que la has ‘pifiao’ durante esta primera semana. Algunos incluso ya habéis tirado la toalla pensando: ‘empecé mal, como siempre, ya todo irá mal, mejor ni lo intento’.
La Gracia, es decir, Dios no nos indica nunca dónde está el lugar al que quiere llevarnos, pero sí lo que Él va a hacer con nosotros:
- «Te haré [para] una gran nación» (ve‘e‘esjá legól gadól)
- «Te bendeciré» (va’avarejejá)
- «Engrandeceré tu nombre» (va’agaddelá sheméja)
Declarando aquello en lo que nos ha convertido: «sé tú bendición» (veheyé berajá).
En hebreo, ‘nombre’ se dice shem (שֵׁם). Esta palabra comparte raíz con sham (שָׁם), que significa ‘allí/allá’; y que la encontramos también incrustada en la palabra shamáyim (שָׁמַיִם): ‘cielos’. El ‘nombre’ (shem) de una persona señala el ‘allí’ (sham) para el que ha sido creada, y cuya plenitud es el ‘Cielo’ (shamáyim), estado/lugar en el que nuestro ‘nombre‘ ha llegado a su ‘destino‘ y para el que no es necesario morir físicamente: podemos vivir el Cielo ya aquí en la tierra.

‘Bendición‘, en hebreo, se dice berajá (בְּרָכָה), que deriva de baráj (בָּרַך), ‘bendecir’. El origen del sentido de esta palabra lo encontramos en el hebreo pictográfico (que os he puesto en la imagen de arriba). Sus figuras nos enseñan que ‘bendecir’ para un hebreo es ‘hacer que el interior del hombre reciba a Dios’. De esta manera, también podrá ‘dar a otro lo que porta en su interior’.
La última promesa dice literalmente: «te fabricaré a ti [para ser] nación grande» (legóy gadól). El verbo ‘asá (עָשָׂה), que traducimos por ‘hacer’, denota ‘fabricar, desarrollar’ algo (como un artesano hace un utensilio que sirve ‘para’ un determinado propósito). La preposición le («para») que precede a góy gadól («nación grande») expresa el motivo de la acción del verbo (¿para qué Dios me fabrica de esa forma?): para ser góy gadól que, además de referirse a «nación grande» (numerosa), se refiere a «pueblo excelso, maravilloso, magnífico, radiante, riquísimo».
Esto que Dios promete a Abram no es para él mismo, sino que está en función de los que le rodean. Como tampoco es para nosotros mismos (Abram somos tú y yo) lo que Dios promete hacer contigo y conmigo. La Cuaresma no es para que seas mejor, una versión mejorada de ti mismo, ni para que tranquilices tu conciencia o te sientas mejor, sino un tiempo durante el que Dios quiere convertirte en receptáculo de Su Resurrección. Para ello, tiene primero que vaciarte de ti mismo, de tus proyectos de santidad, de tus intentos de virtud, de tus planes de autosuperación… vaciarte, vaciarte, llevarte hasta el punto en que descubras que no puedes absolutamente nada sin Él, que no consigues nada, que la lías siempre, que todo lo manchas cada vez que intentas hacer algo por ti mismo… Dios se ha propuesto vaciarte de ti, para llenarte de Él. Es justamente por eso que todo lo que estás viviendo, lo que te está ocurriendo durante estos días de Cuaresma está orientado por Dios para lograr que te rindas ante la evidencia de que es Él quien quiere obrar personalmente en ti, y no darte unas instrucciones para que seas tú quien las obres en ti mismo.
Recuerda el primer domingo: Dios te lleva al desierto cuaresmal para enfrentarte a la tentación de querer ser el ‘ungido’ que todos esperan de ti, que tú esperas de ti mismo; o dejarte llevar por Dios y ser el ‘ungido’ que El quiere que seas, sin que tú sepas ni cómo ni cuando. «Para ir a donde no sabes has de ir por donde no sabes» (diría San Juan de la Cruz).
¿Por qué se lleva Jesús sólo a tres discípulos?
Para lograr esto en ti. Dios Padre mueve a Su Iglesia a introducirnos en el misterio de la Transfiguración durante la Cuaresma, pero desde el prisma de la ELECCIÓN GRATUITA.
Fíjate bien: Abram, siendo pagano, fue elegido de entre todos los paganos de su alrededor, sin méritos propios, para ponerse en camino hacia la Tierra que Dios le prometía. San Pablo, en la segunda lectura, dirá a los cristianos que, siendo pecadores, han sido elegidos, desde antes de la Creación, no por obras sino por gracia, para ser el pueblo de Su Propiedad, y para lograrlo, Dios ha hecho brillar a Jesucristo en nosotros, manifestando el poder de su Gracia en nosotros.
También Jesús, por su parte, de los Doce Discípulos que ya había constituido (y que representan al Nuevo Pueblo de Dios y la Nueva Humanidad), escogerá sólo a tres y se los llevará a un monte apartado, donde sólo a ellos recibirán una bendición particular: la manifestación del Hijo de Dios que se esconde tras la naturaleza humana de Jesús. Una bendición que no es para quedártela. No es para que te instales en lo alto del monte, en éxtasis supremo, apartado de la humanidad y del trato con los demás; sino para que desciendas la montaña. Para que desciendas de nuevo a tu vida, a la rutina, a tus problemas, debilidades y pecados, a tu realidad concreta de cada día y, desde ahí, puedas vivir, no ya de tu perfección o virtuosismo, sino de la certeza de saber que, a pesar de ser quien eres, has sido elegido para que Dios Padre manifieste el poder de su amor por ti, el poder de Su Mesías, de Jesús. Amor que nunca serás capaz de comprender si no dejas que Dios Padre te muestre, a través de las cosas que te ocurren cada día, quién eres, lo que serías capaz de llegar a hacer sin Él.
El conocimiento del amor de Dios es directamente proporcional al conocimiento de la propia vileza personal. Dios quiere que te conozcas, que conozcas tu miseria, pero que no vayas a este conocimiento sólo, sino acompañado de Su Amor… sólo entonces sabrás que Él te quiere, porque ya no tendrás motivos para justificar que te quiera, sólo tendrás GRATUIDAD.
¿Por qué Pedro, Santiago y Juan?
Estos tres discípulos fueron considerados ‘columnas’ de la Iglesia primitiva (de hecho, Pedro es el primer Papa). Pero también es cierto que eran los más ‘cazurros’. Pedro era un impetuoso, siempre era el ‘prota’ de todo lo que hacía o decía Jesús. Santiago y Juan no se quedaban cortos, tenían aires de grandeza: quería ser los primeros en el futuro Reino de Dios, destruir con fuego a quienes no les escuchaban, y eran muy rápidos prohibiendo a otros que hicieran milagros o expulsaran demonios por no ir tras ellos. Vamos, eran la banda del ‘o conmigo o contra mí’. ¡Qué paciencia tuvo que tener Jesús!
Pedro, Santiago y Juan nos representan a la perfección, ¿no crees? Cazurros, impetuosos, emocionalmente altibajeños, furiosos cuando no nos creen, legalistas cuando no hacen lo que decimos, siempre raudos para prohibir y retrasados para dejar en libertad… Ellos necesitaban más que ninguno de los otros discípulos contemplar la Transfiguración, porque, con lo pecadores que eran, no existía motivo para afirmar que fueron sus propios méritos los que les permitireron ver a Jesús transfigurado. Así, cuando la Iglesia naciente surgiera de la Cruz de Jesús, ellos serían los primeros en asegurar a todo el mundo que ‘TODO ES GRACIA porque, fíjate, a mí Jesús me subió a la montaña y me mostró su ser más profundo. ¡A mí que soy un cazurro! ¡A mí que le traiciono! ¡Que le abandono cuando más me necesita! ¡A mí que quiero matar a quien no me hace caso! ¡A mí que me empeño en prohibir a los demás hacer lo que Dios les inspire, porque no vienen detrás de mí, según mis razonamientos! ¡A mí que soy un soberbio! ¡A mí que soy un vanidoso, un lujurioso, un murmurador, un calumniador…! ¡A mí se mostró Jesús en la montaña! ¡¡A mí!!’
Pero, ¿por qué no podían decírselo a los demás hasta después de la Resurrección?
Las benciones que Dios derrama sobre nosotros no pueden sustituir a Dios mismo, ni a su obra o acción. El centro es siempre Jesús, no la bendición, don o carisma que se nos concede, ya que sin Él sólo servirán para envanecernos a nosotros mismos y juzgar a los demás.
«Llevamos este tesoro en vasos de barro, para que se manifieste que lo sublime de este amor viene de Dios y no de nosotros», dirá San Pablo. Es por eso que debemos esperar a que Jesús nos lleve con Él hasta la muerte, hasta el descubrimiento de la basura que somos; que nos haga atravesar con Él nuestro miedo a la muerte, a no ser nada para nadie; y nos resucite con Él, por obra y gracia de Su Espíritu (no de nuestro esfuerzo). Sólo así podremos transmitir a los demás con total pureza, lo que Dios ha hecho con nosotros a lo largo de nuestra vida, condensada en este desierto cuaresmal. De lo contrario, la gente, ayudada por nosotros, creerán que nacimos santos, orinando agua bendita desde el principio… y no es cierto: TODO LO QUE HEMOS RECIBIDO HA SIDO GRATIS, SIN MÉRITO NUESTRO, SI AYUDA DE NUESTRA PARTE. TODO HA SIDO POR OBRA Y GRACIA DEL ESPÍRITU SANTO. Y así será siempre. Es la Gracia la que nos mueve a actuar, la que nos hace colaborar con ella, no la que nos pide o exige que colaboremos. Ser cristiano es disfrutar de Dios, de Su acción, de Su obra, de Su Gracia en medio de nuestra necedad y vileza personal. El Cristianismo no es un camino de autoayuda, de autosuperación: el Cristianismo es la Buena Noticia de que Dios Padre te ama gratuita, incondicional e indebidamente y que jamás podrás merecértelo… sólo puedes gritarlo, anunciarlo a diestro y siniestro; y disfrutar de ello.
«La palabra del Señor es sincera», ‘recta’, ‘sin doblez’, decía el Salmo responsorial. ‘Palabra’, que en hebreo significa también ‘promesa, sentencia, asunto, voluntad’. Palabra, Promesa en la que no hay doblez ni engaño: DIOS TE AMA Y TE PROMETE MANIFESTARSE A TI (punto, fin). Palabra que no necesita tus méritos, ni de tus obras, no hay letra pequeña oculta tras su Promesa (Dios no te está diciendo: ‘en realidad haré lo que tú me ayudes hacer con tu esfuerzo’). Basta con sostener la fe en Su Promesa, confiar, esperar contra toda esperanza (incluso contra ti mismo) en que Él no te ha mentido… Dios Padre hará lo que te ha prometido.
Junto a Pedro, Santiago y Juan, lo ‘peorcito’ de los Doce, contempla hoy a Jesús radiante delante de ti. Maravíllate de esa visión sublime y… cuando Jesús resucite de entre tu muerte, transmite a los demás lo que tus propios ojos han visto y oído que Él ha hecho contigo: ¡que la elección es gratuita! Que en Jesús, y por Jesús, sin méritos propios, Dios Padre ha declarado que: