El ataque de Amaléq

por | Mar 13, 2023 | Colaboración, Cuaresma, Lectio Divina

Aprovechando la coyuntura que me ha dado este Tercer Domingo de Cuaresma que acabamos de pasar, me ha parecido oportuno avanzar en la escena que nos presentaba la Primera Lectura. Os la recuerdo: el suceso de Masá y Meribá, donde el pueblo sediento fue saciado por Dios a través de la Roca del Horeb.

En el post anterior, dije que nuestros pecados, aunque no son obstáculo para la acción de Dios, tienen consecuencias sobre nosotros mismos que debemos pagar. Esta frase puede resultar chocante. Para entenderla bien, debemos acudir a la enseñanza de la Iglesia católica sobre el sentido de la penitencia, como satisfacción de los desórdenes del pecado (Catecismo, art. 1459), y de las indulgencias, remisión de la pena temporal (no de la eterna) del pecado (Catecismo, art. 1471).

El pecado, además de culpa eterna, acarrea consecuencias o penas temporales (sufrimientos, daños a nosotros o a otros, problemas económicos, enfermedades, taras psicológicas, problemas espirituales, etc.), no sólo de carácter espiritual, sino también material. Por ejemplo: si, borracho, atropellas a alguien y luego, sinceramente arrepentido, te confiesas… ten por seguro que Dios te ha perdonado absolutamente; pero ni el muerto resucitará ni el trauma psicológico desaparecerá, ni el dolor de sus familiares menguará, ni la pena por el delito que has cometido se esfumará. Sin embargo, con la gracia de Dios (indulgencia) podrás aprovechar estos sufrimientos para tu propia santificación e incluso la de los demás (si te resistes, lo pagarás en el Purgatorio).

Nada puede impedir a Dios actuar sobre ti, amarte y protegerte durante toda tu vida. Pero, claro, Dios no es el peluche que tienes sobre tu cama. ¡Dios te ama de verdad! El amor, cuando es verdadero, pone todo su empeño en sacar lo mejor del amado, aun a riesgo de sí mismo. Dios no nos ama como lo hacemos nosotros (con ese absurdo deseo de poseer, casi en exclusividad). Otro ejemplo: piensa en tu mejor amigo. ¿Te has sentido mal cuando ha aparecido otra persona que parecía convertirse en su mejor amigo sin haber hecho las cosas que has hecho tú por él? Ahí tienes los síntomas del deseo de posesión que mancha nuestro amor, y contra el que debemos luchar, si queremos que sea amor sincero. Pues eso, Dios te ama de verdad.

Por eso conduce a Israel, a través del desierto, hasta el Horeb. Durante ese tiempo, no le dio agua. ¡La sed del pueblo estaba justificada! (si has sentido la sed extenuante, sabrás que te cambia el carácter, te duele la cabeza, casi no puedes pensar, todo a tu alrededor te molesta, y ¡estás hecho una piltrafa!). El camino que va desde Egipto a la Tierra Prometida es un camino pedagógico, a través del que Dios está instruyendo a Su Pueblo sobre quién es Él, quiénes son ellos y en qué se basa la relación de amor gratuita e incondicional que Dios quiere tener con ellos, y que no depende de sus méritos personales. El pueblo necesita experimentar en su vida material todo esto para que pueda ser realmente libre cuando llegue a la Tierra Prometida y la habite.

En el Horeb (que significa: ‘sequedad, desolación’), Dios les ha mostrado que Él siempre estará ahí cuando le necesiten para saciar su necesidad. Pero, en esta historia instructiva de Dios con Israel, ha surgido otro poder, que no proviene de Dios, sino del corazón de Israel: el pecado.

Israel estaba en su derecho de pedir agua a Aquel que una y otra vez le ha asegurado ser ‘Su Dios’, y Él, sin lugar a dudas, les habría dado agua de la Roca (¡para eso les había llevado allí!). El problema de fondo no es la sed ni el agua. Nos lo decía la Primera Lectura al terminar (Ex 17, 7): Vayyiqrá shem hamaqóm massá umeribá («y declaró el nombre del sitio Masá y Meribá»), ‘al-ríb bené Yisraeldebido al enfrentamiento de los hijos de Israel»), ve’ál nassittám ‘et-YHVH lemór («y por haber puesto a prueba a Yahvé diciéndole:»), hayésh YHVH beqirbénu ‘im-‘áyin («¿existe Yahvé en lo más profundo de nosotros o no?»).

La expresión beqirbénu es profundísima. Expresa la idea de una unión tan íntima, que allí donde está uno, está el otro. Israel duda de que esta unión afirmada por Dios sea real. Duda de que Dios haya sido sincero al decir que jamás abandonará a Israel (‘¿Me amas, Dios, de verdad o me has mentido? Si me amas de verdad, no me exijas que te crea, demuéstramelo dándome lo que necesito en el momento en que te lo pido. En caso contrario, no me vengas con palabritas bonitas’).

¿Entrevés el poder del pecado? Es el mismo que la Serpiente sembró en Adán y Eva (Gn 3): ‘Dios no está siendo sincero contigo, ¡come y tendrás ahora mismo lo que quieres!’. Este poder es la raíz que motiva todos nuestros pecados. Por eso, aunque nos arrepentimos, volvemos a pecar. La raíz perdura, porque es muy profunda, está al fondo de nuestra existencia. No podemos llegar a ella con nuestra voluntad.

¿Has sido consciente de esta raíz dentro de ti? ¿O sigues justificando tus pecados por el ambiente, lo que has vivido, lo malos que son los que te rodean, tus autodesprecios o victimismos? ¿Has puesto a prueba a Dios alguna vez? ¿Le has exigido alguna vez que actuara inmediatamente, o echado en cara que no lo haya hecho cuando se lo pediste? Es posible que no seas consciente de ello. Sin embargo, cada vez que dejas de hablar a tu mujer o a tu marido hasta que no te pida perdón, haces lo mismo que Israel en el Horeb: te enfrentas a Dios y le exiges que te dé lo que quieres. La diferencia es que lo haces usando a tu pareja, a tus hijos, a tus hermanos, amigos o conocidos, etc.; o a ti mismo, causándote daño (dejando de comer o comiendo cualquier cosa, aunque te perjudique; no cuidándote ni aseándote; evitando salir a la calle, para no hablar con nadie; o no importándote las vidas de los demás. No teniendo ganas de nada; no trabajándo o haciéndolo a disgusto, con tristeza, cansancio, deseando estar en otro lugar, anhelando las vacaciones, para luego enfurruñarte porque te acompañan las mismas personas a las que no soportabas mientras currabas, etc.) ¿Te reconoces en estos casos? Si no, pon tú los tuyos propios, que te conoces más que yo a ti mismo.

Fíjate lo que ocurre en la Biblia. El versículo 17, 7 terminaba manifestando la raíz del pecado de Israel: «¿Está Dios conmigo o no?»; el siguiente (17, 8) comienza diciendo: vayyabó ‘amaléq («y vino (llegó) Amalec»), vayyil·lájem ‘im-yisraél birfidím («y pelearon con Israel en Refidím»). Cuando dos versículos, que narran sucesos o historias diferentes, están uno al lado del otro, los Sabios de Israel los llaman a סְמוּכִים (smujím, ‘adyacentes’), para indicar que la Torá está mostrando que hay relación entre ambos. Por ejemplo, que el ataque de Amaléq es consecuencia del pecado de Israel.

Pic. 1: guematría comparativa de las palabras ‘amaléq (esfuerzo agotador) y saféq (duda).

Y, ¿quién es Amaléq? Es uno de los descendientes de Esaú, el hermano mayor de Jacob (también llamado Israel). Recordemos que Isaac tuvo dos hijos, Esaú y Jacob. San Pablo (Rm 9, 6-13) nos enseñará que ellos representan dos naturalezas: Esaú es el hombre viejo (el hijo de la Esclava), Jacob es el hombre nuevo (el hijo de la Promesa). Su nombre, en hebreo, deriva de la palabra ‘amál (‘trabajar, hacer un esfuerzo agotador’). El valor numérico (ver pic. 1) de su nombre hebreo (עֲמָלֵק) es 240, el mismo que la palabra סָפֵק (saféq, ‘duda’), indicando que existe una relación entre ‘duda’ y ‘esfuerzo’. Si escribimos en hebreo 240, debemos usar las letras Resh (200) y Mem (40), que forman la palabra ram (‘ruidoso’); y, si sumamos de nuevo sus dígitos (2+4+0), nos da 6, valor de la letra Vav (ו), cuya pictografía representa un ‘clavo’ y también el concepto de ‘descendimiento’ (ya que cuando clavas algo en tierra, debes hacerlo descender a golpe de martillo).

Tras dar cabida a la duda de si Dios realmente te quiere en eso que estás viviendo (enfermedad, sufrimiento, soledad, etc.), como pasó con Israel, surge Amaléq, el ‘esfuerzo agotador’ por lograr que te demuestren que te quieren. Pasamos entonces de vivir de la gratuidad de ser Hijos amados de Dios, a vivir del esfuerzo agotador por ganarnos Su amor y el de aquellos que nos rodean. Y comienza una batalla terrible, ¡ruidosísima! Nuestra cabeza se llena de pensamientos agustiosos que nos impiden disfrutar de nada ni de nadie. Sólo vemos fantamas mentales: ‘fíjate todo lo que yo hago y nadie me lo agradece’, ‘me invitan porque sabe que pagaré’, ‘me hace compañía porque le doy tabaco’, ‘por el interés te quiero, Andrés’, etc., que desembocan en otros más egocéntricos: ‘no valgo nada’, ‘soy horrible pensando así’, ‘nadie me quiere’, ‘es que, en realidad, no merezco que me quieran’, ‘mira que soy ruin, egoísta, asqueroso’, etc. (añade tú el resto de pensamientos que te resulten familiares).

Esto nos ocurre con Dios, pero se manifiesta en el trato con los demás, ya que ponemos a prueba el amor de Dios, poniendo a prueba el amor de los que nos rodean (mujer, marido, hijos, amigos, compañeros, jefes, etc.): ‘voy a hacer (o dejar de hacer) esto o aquello, a ver si se da cuenta, a ver si me valora, a ver si realmente le importo algo o sigue como si nada’ ¡Necio! ¡Abriste la puerta a Amaléq!

La buena noticia es que, igual que Dios estaba detrás de la sed de Israel (para mostrarles su amor y poder), también está detrás de Amaléq, sirviéndose de él, para enseñar a su pueblo otra realidad: que la única forma de vencer al ‘esfuerzo agotador por lograr que te quieran y te reconozcan’ es la emuná, la confianza, la firmeza en el amor de Dios por ti.

Fíjate bien. Mira el arma o defensa que Dios les da:

Moisés deberá subir a lo alto del Monte, cargando con el bastón de Dios en la mano. Jesucristo deberá subir al monte Calvario, cargando con la Cruz de su Padre. La Escritura nos señala, además, que «cuando [Moisés] alzaba las manos, vencía Israel, pero cuando las dejaba caer, vencía Amaléq» (Ex 17, 11).

Moisés es Jesucristo, pero también somos tú y yo, pues por el bautismo hemos sido hechos uno con Él.

El texto prosigue diciendo: vidé moshé kebadím («Las manos de Moisés se volvían pesadas»). Habla de Jesús, pero habla de ti y de mí. La palabra kebadím procede de kabód (‘pesado’, pero también ‘gloria, majestad divina’). En la Cruz, las manos de Jesús se volvieron pesadas, cansadas, pero a la vez, estaba siendo glorificado. De la misma forma, los sufrimientos, fatigas y luchas de nuestra vida, a medida que nos convertimos (es decir, subimos al Monte), nos glorifican, nos santifican, nos deifican (como dirían los Padres de la Iglesia).

Entonces, dice el texto, Aarón y Jur vayyiqju-‘ében («tomaron una piedra»), vayyeshéb ‘aléha («y se sentó en ella»). Y ambos le sujetaron las manos, de manera que: vayhí yadáv ‘emuná ‘ad-bó hasshámesh («y fueron sus manos firmes hasta la puesta del sol»).

Pic. 2: pictografía de la palabra ‘ében (piedra).

Una ‘piedra’, como bien expresa la pictografía de la palabra hebrea ‘ében (ver pic. 2), es algo con ‘una fuerza interior duradera o contínua’. Pero también expresa la idea de la presencia contínua de Dios en nuestro interior o a través del ‘Hijo’. Sobre esa piedra se dice que Moisés vayyeshév ‘aléha («y se sentó en ella»). El verbo yasháv, comparte su raíz con una palabra que te sonará más, shábbat (‘descanso’), significa ‘asentarse, descansar, morar, habitar’. ¡Qué piedra más maravillosa! ¡Descansar sobre el Hijo! ¡Descansar en la certeza de que somos Hijos amados de Dios! Esta certeza o fuerza interior se nos ofrece de manera ‘duradera’, ‘contínua’. Dios ha elegido ser tu Padre, ha elegido quererte, y ¡no se arrepentirá jamás de ello!

Dice el texto: vayasímu tajtáv («y se la pusieron debajo»). La forma yasímu proviene del verbo sum (‘poner, colocar’, pero también ‘prometer’). ¡El Padre te ha prometido su amor contínuo y duradero! Tajtáv (‘debajo’), pictográficamente, representa una ‘promesa de vida, promesa que da seguridad’, y que ‘desciende’ a ti para ser acogida, aceptada por ti y mí (ver pic. 3).

Pic. 3: pictografía de la palabra tajtáv (debajo).

Esta promesa de alianza perpetua que Dios te hace no son sólo palabras, lo demuestra con actos: para que Israel venza a Amaléq (al esfuerzo propio), será necesario que Aarón y Jur le sujeten, le agarren las manos. Aarón significa ‘palos, madera’, y Jur, literalmente ‘blancura’, figurativamente ‘inocencia’ (de su nombre deriva júru, ‘niño, hijo, predilecto, elegido’). Las manos de Moisés, las manos de Jesús, tus manos y las mías, serán sostenidas por un ‘hijo predilecto’ y unos ‘palos de madera’, ¿te suena de algo? Amaléq sólo puede ser vencido por la fe en el ‘hijo amado del Padre’ y de que, en Él y por Él, tú y yo también somos, para siempre, hijos amados del Padre (ver pic. 4).

Pic. 4: representación figurativa de la escena bíblica descrita en Ex 17, 8-13.

Pero, enconces, ¿qué es la fe? En hebreo, ‘fe’ se dice ‘emuná, significa ‘firmeza, confianza, estabilidad’. De ella deriva la palabra ‘amén’ que decimos al finalizar nuestras oraciones, y ella, a su vez, proviene de ‘emét (‘verdad’), de ‘amán (‘estar firme, quieto’). Fíjate entonces en lo que dice el texto: vayhí yadáv ‘emuná ‘ad-bó hasshámesh («y fueros sus manos firmes hasta la caída del sol»).

La caída del sol indica el fin del día, momento en que termina la batalla contra Amaléq (esfuerzo). El fin del problema, el fin de la vida. Sus manos estuvieron firmemente levantadas hasta la muerte. Las manos de Jesús fueron clavadas en la Cruz no sólo hasta su propia muerte, sino hasta tu muerte y la mía. Clamando por ti y por mí, para que por la fe en la promesa de que Dios nos ama, manifestada por el sacrificio de Su Único Hijo Jesucristo, tú y yo podamos tener la certeza de que su amor no cambiará nunca, es estable, duradero, eterno; y no tenemos que dar la talla, ser perfectos, virtuosos, etc., para que nos ame. Antes bien, será Él quien, a medida que le descubrimos amándonos cada vez más profundamente, nos libere del esfuerzo y del resto de enemigos que nos ofrecen batalla.

Pic. 5: pictografía de la palabra ‘emuná (‘firmeza, confianza, fe’).

¿Cómo se vence a Amaléq? Dejando que Moisés, es decir, Jesús, suba a la Montaña por ti y por mí; y, aceptando que, desde lo alto de ella, Él ha extendido sus brazos para justificar todos nuestros pecados. Ya, ya, pero ¿yo no tengo que hacer nada? Sí, seguir luchando, como lo hacía Israel en la falda de la montaña, con la ‘emuná (la confianza, la firmeza) puesta en que, mientras Jesús/Moisés tenga los brazos extendidos, tú y yo siempre tendremos poder para desterrar al ‘esfuerzo humano’ de nuestra vida, porque no necesitamos hacer nada para ser queridos, para ser amados. Con la misma confianza que nos da saber que estamos junto a ‘grandes aguas que aseguran la continuidad de nuestra vida’ (ver Pic. 5).

El amor de Dios Padre por ti y por mí no se tambalea ni titibuea lo más mínimo ante nuestras debilidades y pecados. ¡Su amor no tiene condiciones! ¡Te ama porque ha elegido libremente amarte y no duda ni por un momento de la elección que ha tomado, ni necesita que le demuestres que no se equivocó contigo!

Con Jesús (Moisés), sube hoy al monte y déjate sostener por la certeza de ser amado en el ‘hijo predilecto crucificado’. Con Israel (tu vida temporal), lánzate a la guerra, con la firmeza (‘emuná) de que Dios Padre nunca dejará de amarte gratuitamente: ¡y vencerás a Amaléq!

Porque Yahvé es Adonai Shebaót, ¡el Señor de los Ejércitos de Israel!