¡Simjú ‘et-Yerushaláyim!
(«Alegraos con Jerusalén»)
Así empieza la Santa Misa del 4to Domingo de Cuaresma: con una invitación a la alegría. ¡Una alegría que debe iluminar nuestros rostros! Sigue diciendo literalmente la antífona de Isaías (66, 10s): «Girad hasta perder el sentido (vegilú bah) todos sus amantes, estad radiantes (sísu) por su deleite todos los que os lamentábais acerca de ella, a fin de que maméis y os saciéis del consuelo de sus pechos, a fin de que bebáis y os deleitéis en la llenura de sus pechos gloriosos».

¡Me encanta la alegría a la que invita Isaías! Porque no es una alegría ‘dentro de la normalidad’, la típica de quien dice: ‘sí, estoy alegre, pero tampoco te pases que tengo que mantener mi dignidad’. Sino una que nos haga girar hasta perder el sentido.
Me acuerdo de cómo cuando eramos niños solíamos agarrarnos las manos y empezar a girar, en corro, cada vez más rápido. La risa que nos hacía vernos después mareados, andando como borrachos. ¡Éramos niños! «De éstos es el Reino de los Cielos», dijo Jesús (Mt 19, 14).
Pero crecemos y nos volvemos unos carcas y convertimos el Cristianismo en vete tú a saber qué. Sin embargo, aún hay adultos que se comportan así. Santos que eran como niños con Jesús. Reuniones y asambleas, por ejemplo, carismáticas, en las que parece que todos han perdido el sentido, alabando a Dios, danzando y diciendo cosas ininteligibles. Me acuerdo ahora de las palabras del Sucesor de Pedro:
«¿Sos capaz de gritar cuando tu equipo marca un gol y no sos capaz de cantar alabanzas al Señor? ¡Alabar a Dios es totalmente gratuito! No pedimos, no damos las gracias: ¡alabamos!»
Papa Francisco, homilía del 28 de Enero de 2014. Casa Santa Marta.
¡Qué cierto! Gritamos si nos toca la lotería, si gana nuestro equipo… pero cuando Dios se hace presente en la Eucaristía, miramos el whatsapp o pensamos en lo que haremos cuando acabe la Misa. Pasea el Señor a nuestro alrededor, expuesto en la custodia, y nos envolvemos en una mezcla de temor y indignidad, o ni le miramos, no sea que nos caiga un rayo; o, peor, nos escandalizamos de que paseen al Santísimo. Confesamos los pecados y, cuando Jesús, a través del sacerdote, nos perdona, salimos de allí como si no hubiera pasado nada, o nos hubieran echado la bronca del siglo o impuesto una carga peor. Tampoco saltamos de alegría cuando el Espíritu Santo se manifiesta por medio de carismas especiales, actuando a través de personas concretas… ¡No! ¡Incluso sentimos recelo! Quizá envidia: ‘¿Por qué Dios iba a actuar a través de esta persona, que yo sé cómo es? ¿Por qué no a través de mí?’ (es un pensamiento muy de Satanás éste: ‘¿por qué encarnarte en un ser humano, estando yo que soy el ángel más bello y perfecto que has hecho? ¡Non serviam!’) y nos detenemos en la persona: ‘¡Qué grande es Dios pero qué soberbia es esta persona, mira ya se cree alguien!’. Somos como los fariseos del Evangelio, que ni se alegran de lo que Jesús hace, ni de lo que hace a través del ciego. Antes bien, buscan la manera de denigrar a ambos.
Pero, en fin, vamos lo importante. Ya hemos visto algunas razones para saltar, gritar de gozo, danzar, alabar, exultar…¿Qué otras razones tenemos hoy? ¡Muchísimas! La liturgia nos da varias:
La Primera Lectura (1S 16, 1b.6-7.10-13a) nos revela una:
¡DIOS HA ESCOGIDO UN REY! «en medio sus hermanos»
Lo ha hecho para conducir a Israel a través del «sendero justo», «hacia fuentes tranquilas», allí donde las fuerzas de Israel puedan ser reparadas, reestablecidas.
El nombre de este rey es David, ‘un hombre según el corazón de Dios’ (Hch 13, 22; 1S 13, 14). Su nombre, en hebreo, significa ‘amado’, y sus letras (dálet, vav, dálet) reflejan la ‘pobreza unida a la pobreza’. No cabe duda de que David es la prefiguración por excelencia de Jesús, que también fue ungido «en medio de sus hermanos», y al que Dios Padre exaltó, desde la pobreza de la Cruz, haciéndole heredar el Trono de la Gloria y un Reino que no terminará jamás. Él es ‘el Pobre unido al pobre’ escogido para guiarnos por el «sendero justo».

Las letras de la palabra hebrea tzédeq, ‘justo, recto, derecho’ que usa el Salmo responsorial ¡molan un montón! (ver pic. 2). Mostrándonos que se trata del camino ‘que nos lleva a la puerta desde la que vemos atardecer y/o amanecer al Sol’. ¿Raro verdad? Este concepto de ‘amanecer-atardecer’ de la letra Qof está relacionado con ‘el renacimiento y la redención’: el hombre amanece (o renace) al llegar el atardecer del día.


¡ANÉCDOTA!
La Torá establece que el día hebreo comienza en la tarde anterior, así lo afirma el Génesis ‘fue una tarde, fue una mañana‘ para expresar el día completo. ¿Por qué lo quiso Dios? ‘Tarde’ en hebreo se dice ‘éreb; y ‘Mañana’, bóqer. Mirando su pictografía, vemos que Dios ha establecido que la esencia de ‘éreb sea hacer que ‘mire el hombre a su casa’, y la de bóqer que ‘de la casa salga o se aleje el hombre’. Los Sabios de Israel enseñan que primera misión del hombre es la trascendental: ser marido y padre; sólo después debe dedicarse al dinero y la manutención (misión material). En Occidente, es al revés, lo material está en el primero puesto; y luego, si hay tiempo, viene lo trascendental. Por eso nuestros días comienzan por la mañana.
¡FIN!
La letra tzáde también representa a un hombre tumbado, descansando, y Dálet a un pobre pidiendo. Esto nos lleva a descubrir que el ‘sendero justo‘ es ‘aquel que nos lleva a descansar en el Pobre que nos redime‘. Jesús es este Pobre cuyo atardecer nos ha traído el amanecer. El sedero justo es la Justicia de Jesús, es decir, el perdón de los pecados en la Cruz. En ella yo he sido hecho hijo de Dios, se han perdonado todos mis pecados, quebrándose la nota de cargo que existía contra mí. Ahora se me ofrece gratis el poder disfrutar y vivir agradecido a Su Inmensa Misericordia.
Pero también puedo despreciar Su Misericordia, como el siervo despiadado de la parábola que leíamos el martes pasado, que no pedía ni quería la misericordia del Rey, sólo que le diera tiempo para pagar su propia deuda («ten paciencia conmigo, que te lo pagaré«). Esto nos pasa a menudo, cosificamos la Misericordia de Dios, convirtiéndonos en cristianos amargados: ni disfrutamos del Amor de Dios, ni se lo permitimos o transmitimos a los demás. Incluso nos escandalizarnos si vemos a alguien disfrutar y danzar por saberse amado gratuitamente del Padre, en vez de tener la misma cara de vinagre que nosotros.
En esta especie espiritualidad ‘cristiana‘ cangrenada, la Misericordia de Dios, en vez de ser una Buena Noticia, ¡es una carga más! Que se añade a la carga que ya teníamos de culpa y autodesprecio (por los pecados). Ahora, además, nos exigimos estar a la altura, dar la talla delante de una supuesta Misericordia de Dios conmigo que, en realidad, no me está sirviendo para nada (más que para seguir despreciándome), salvo quizá para juzgar a quien no hace o siente igual que yo. ¡Qué cosa más horrible!
¡Por Dios Santo, esto no es así! La Misericordia de Dios me ha librado del peso de mis pecados, ¡a cambio de nada! Dios no espera nada de mí, soy yo quien lo espero todo de Él. ¡Todo! El agradecimiento, la alabanza, la alegría, la exultación, que surgen de mí… Incluso el arrepentimiento que experimento por mis pecados ¡son Obra Suya, no mía! No me arrepiento por lo malo e imperfecto que soy, ni por miedo a lo profundo que voy a llegar en el infierno, sino porque el Amor que mi Padre me tiene, no se merece que yo renuncie a Él quedándome en el suelo. Por eso, me levanto, le miro y me dejo mirar, y comienzo de nuevo. Sin mirarme a mí ni a mis propios ‘compromisos’. Así, hasta el final. Él me pidió que luchara, no que venciera. ¡Eso es tarea de Él!
El segundo motivo de la danza y exultación cristiana es que:
DIOS ME ESCOGE HOY COMO REY «en medio de mis hermanos»
Por el Bautismo, he sido injertado en Jesús. Él es profecía del Padre para mí. Lo que ha realizado en Jesús me lo ofrece hoy a mí gratuitamente. ¡Dios me escoge como rey! ¿No es fascinante? ¡Vamos! ¡Me están dando ganas de saltar en la silla en la que estoy sentado! En Jesús y por Jesús, yo también soy hoy escogido por Dios para ser rey entre mis hermanos y conducirlos a través de la experiencia de lo que Dios hace en mi vida (sendero justo), al lugar en el que ellos puedan descansar de sus pecados, al encuentro de la Fuente Tranquila, de la Vara y el Cayado que sosiegan, al encuentro del ‘Pobre Alzado en la Cruz’, al encuentro con Jesús.
¿A mí? ¿Por qué me iba a escoger a mí? Yo soy un pecador, sólo tengo taras y problemas. No veo Su Amor en lo que estoy viviendo. No entiendo Su Voluntad, ¿por qué hace lo que hace? ¿Por qué me pasa lo que me está pasando? ¿O a mis hijos? ¿O a mis seres queridos? ¡¿Cómo me va a escoger a mí el Señor?!
¡Ay Samuel, Samuel! «no mires su apariencia ni la majestuosidad de su estatura, que no es lo que ve el hombre, pues el hombre mira para sus ojos (ki lo ‘ashér yir’é ha’adám ki ha’adám yir’é la’enáyim), mas Yahvé mira para el corazón (veYHVH yir’é lal·leváv)».
Es verdad que nosotros miramos (razonamos) sólo para confirmar lo que ‘ven nuestros ojos’, es decir, lo que ya sabemos, lo que hemos aprendido, nuestros prejuicios y conceptos sobre la vida, las personas, las cosas que nos suceden, etc. ¿Sabes qué? Hoy Dios te invita a elegir: si te prefieres a ti o si prefieres al Señor, ¡tú verás! Pero, si le escoges a Él, fíjate lo que dice: «Yahvé mira para el corazón». Él no ve tu superficie, va más allá, al interior del corazón; ve aquello que confirma Su propio Corazón sobre ti.

La palabra ‘corazón’ (en hebreo, lebáb), deriva de labáb, ‘encerrar, capturar, enamorar, cautivar’. Sus letras (lámed y bet, ver pic. 3) nos hablan de ‘llevar/traer/agarrar al interior del interior’. Dios Padre ve el interior de mi interior. Lo ve desde el interior de Su interior. Cuando el Padre me mira, se fija en aquello que Le ha cautivado de mí y que sigue ahí bajo toda la superficie manchada y dañada por el pecado. Él me hizo a imagen y semejanza de Su Hijo. ¡Porque Le ama, me ama! Lo ve a Él en el interior de mi interior.
Cierto que el pecado quiso añadirse como el óxido al hierro, capa sobre capa. Pero Dios que es un artista, sigue viendo su obra, lo que hay debajo del óxido y ha mandado a Su Hijo para restaurarla, para que esa imagen y semejanza encerradas bajo la oxidación cochambrosa salgan a la luz y yo sea aquello para lo que me creó: ser «un hombre según Su corazón» (1S 13, 14).
Igual has pensado: ‘¡Lo lleva claro! ¡No tiene trabajo ni na!’. ¿Acaso crees que no lo está haciendo ya? ¿Quién te crees que es el «ciego de nacimiento» del Evangelio? Te doy una pista: es alguien que lleva toda su vida mirándose a sí mismo, a sus problemas y defectos. ¿Ya caes?
Hagamos un ejercicio: cierra un momento los ojos y dime que ves. Oscuridad. Negrura. Un fondo naranja (si estás frente al sol). ¡Abre los ojos pa seguir leyendo! Si te pidiera que te movieras con los ojos cerrados, probablemente sentirías inseguridad. El tiempo y el espacio se trastornarían durante unos instantes, siendo incapaz de conjugarlos bien sólo con los otros sentidos.
«La lámpara del cuerpo es el ojo, si tu ojo está bien, todo tu cuerpo estará iluminado. Si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará oscurecido» (Mt 6, 22s).
Este ciego es un hombre ‘encerrado en sí mismo’. Su vida es sólo como él la comprende, como él la piensa, según lo que ha aprendido. No hay para él nada que no sea él mismo. Este ‘encerramiento’ le hace incapaz de integrarse en la sociedad. No puede trabajar. No ve a los otros. No los comprende (salvo por la idea que se hace de ellos). Si alguien le da ‘algo’, será buena persona o, quien sabe, igual no soporta ni su compasión. Al que no le da nada, le considerará un egoísta. Habrá momentos en que pensará que la culpa es suya, que es un desgraciado, un abandonado de Dios; y otros momentos en los que, como los discípulos, piense que la culpa es de sus padres o de algún familiar difunto, por cuyos pecados, él está pagando. Es un hombre sin esperanza. Vive tratando de sobrevivir al día, sin saber si recaudará lo suficiente para hacerlo. Es muy vulnerable, cualquier chaval listillo se puede burlar de él o escupirle para hacerse el gracioso; y podrían robarle en cualquier momento lo poco que ha logrado ese día.
¿Te das cuenta lo mucho que se parece a ti y a mí? Ese ciego soy yo, eres tú. Y este es el tercer motivo de nuestra alegría:
¡HOY JESÚS SE ACERCA Y TE ESCOGE A TI!
Sin pedirlo, sin buscarlo, sin mérito alguno, el Rey Elegido de Dios viene para convertirnos en Reyes Escogidos con Él.
«¿Quién pecó, él o sus padres, para que haya engendrado ciego?» (Jn 9, 2). ¿Cuántos ciegos hay en esta escena evangélica? Es la pregunta que me he hecho. Yo veía a varios: al ciego (por su nacimiento) y a los discípulos (por ser incapaces de ver a Dios detrás de la desgracia de este hombre). Él no verá físicamente, pero espiritalmente los apóstoles tampoco. Jesús está descendiendo a la oscuridad del ciego y de sus discípulos.
Porque la vida de las personas no es un conjunto de desgracias sobrevenidas por ‘ser malos’, por ‘no hacer caso a la Iglesia’, por ‘no ser cristianos’. Sus vidas son ¡Historia Sagrada de Dios! Como discípulos, hemos sido enviados, no ha sentenciar las causas por las que sufren los que nos rodean, sino para llevarles a Jesucristo y que Él haga con ellos las obras que Su Padre quiere hacer. No somos los salvadores ni los jueces de nadie. Llevamos a Jesús a las personas y a las personas a Jesús, lo demás es cosa suya.
¿Qué hace Jesús? Algo extraño: escupe su saliva en la tierra, la mezcla y hace barro. ¡Ver a Jesús escupir me sorprende muchísimo! Le divinizamos tanto, que a veces creemos que flotaba al andar, que no sudaba o se duchaba, que olía a rosas… Como una especie de Supermán Invulnerable que finge ser Clark Kent para no humillar al resto, llamar la atención o que le dejen en paz. ¡Jesús era totalmente humano!
Una catequesis antigua, recuperada por el Camino Neocatecumenal, nos enseña que la SALIVA es símbolo del Kerygma, de la Buena Noticia; y la TIERRA del pecado del hombre. También la SALIVA representa la Naturaleza Divina, el Logos de Dios, a Dios Hijo que saliendo de la boca del Padre, desciende a la TIERRA, a la Naturaleza Humana y se une a ella. El BARRO es pues símbolo de la persona misma de Jesús, Dios y Hombre verdadero. En ambos casos, Jesús, que no suelta rollos del tipo: ‘deja de pecar y te devuelvo la vista’, sino que mezcla Su Amor (se mezcla a sí mismo) con los pecados que salen del hombre y, una vez hecho, los coloca en nuestros ojos que, posiblemente, son los miembros más sensibles de nuestro cuerpo. Jesús se coloca a Sí mismo pegadito, muy pegatido a nuestros ojos, a nuestra debilidad, a nuestros pecados. Y no dice nada, sólo deja pasar el tiempo.
Jesús no tiene inconveniente en que le consideremos una molestia: ‘¡Estaba yo tan bien! ¡Tan cómodo con mi proyecto de vida! Y ahora viene alguien a quien no veo y me ensucia los ojos. Me vuelve consciente de mis pecados. Ya no puedo hacer lo que estaba haciendo. Ahora sólo pienso en quitarme este barro de los ojos y a ver cómo lo hago’.
¿Has tratado alguna vez de limpiarte el barro sólo usando tus manos, sin agua, ropa o trapos? Cuanto más lo intentas más te ensucias, la cara, las manos, las mejillas, la frente, la ropa, el cuerpo… ¡La que ha liado el tal Jesús de Nazaret! ‘Yo pensaba que movía sus manos y ¡plin! ¡Tú curado, tú liberado, tú perdonado!… pero, a mí además de no curarme, me ha manchado, me ha hecho un guarro, y aunque lo intento, que cada vez estoy más sucio, no consigo quitarme esta suciedad, este pecado, de mi cuerpo, de mi vida’.
¡Cierto! Cuanto más intentamos ‘limpiarnos’ a base de esfuerzo, más sucios, más escandalizados de nosotros acabamos, nos cansamos de nosotros mismos. ¡Qué inteligente Jesús! ¡Ha declarado la guerra a mi esfuerzo! ¡No quiere ayudantes ni sucedáneos! Él espera y espera, hasta que rendido por no ser capaz de ‘automejorarme’, estoy preparado para esperar de Él la solución: ‘Ve y lávate en la piscina de Siloé, que significa Enviado’.
Siloé era una piscina para hacer miqvé (un baño ritual de purificación). Los usuarios debían meterse tres veces en el agua totalmente desnudos. ¡Siloé es el Bautismo! ¡Donde la Iglesia nos mete tres veces en el agua! ¿Has visto alguna vez a un sacerdote decirle al bebé: ‘venga tú solito, entra y sal tres veces del agua’? ¡No! Es el sacerdote quien coge al niño en sus manos y lo introduce tres veces en el agua. ¿Qué hace el niño? ¡Nada! ¡Aterrarse! ¡Llorar! Quedarse bloqueado al salir del agua y seguir llorando. Pero, cuando regresa a los brazos de papá y mamá… ya no es el mismo niño y, ¡no hizo nada! Todo lo hizo Jesús-Sacerdote por él.
Por eso me gustan los bautismos de niños. Simplemente están ahí, son llevados. Como el ciego, no piden ser sanados. No les importa Jesús. Haciendo lo que hacen los ciegos: vivir de la limosna de los demás. Como tú y yo. Vivimos sin reparar en la acción de Dios en ella, sin comprender que Su Amor es superior a nuestros pecados o los de los demás, ni que la solución a mi enfermedad no es acostumbrarme o quejarme por ella, sino dejar a Jesús que me manche, que me haga consciente de mis pecados, hasta cansarme de tratar de ‘ser bueno, perfecto’. Sólo entonces podré escuchar el envío de Jesús de ir a Siloé a hacer miqvé, a renovar la gracia que se me otorgó en el Bautismo y que se me concede en la Penitencia, y salir de ella viendo cómo mis pecados han sido perdonados gratuitamente y se me ha dado una identidad:
SOY HIJO DEL PADRE, SU AMADO
Su amor gratuito es la luz a la que he sido conducido desde mis tinieblas, como recuerda San Pablo en la Segunda Lectura, para no volver a las obras de las tinieblas, es decir, a buscarme a mí mismo, pero no sólo en pecados llamativos… a no buscarme a mí mismo en mi perfeccionismo, en mi autojustificación, en mis intentos de autosalvación.
¡Despierta, tú que duermes,
Efesios 5, 14
levántate de entre los muertos,
y el Mesías te iluminará!